- No doy mas… mejor me voy a la cama, pensó Lola.
Era temprano, ni siquiera había terminado la novela de las
21:30 pero sus pupilas ardían y solo aguardaban el alivio de unas cuantas
lágrimas que se escabullirían a oscuras sobre su almohada. Almohada que una vez
más la escucharía silenciosa, embriagándose con la triste humedad de los sueños
rotos.
¡Qué infortunio el de esa almohada!. Eran tiempos difíciles.
La melancolía y la desazón habían ganado las largas noches del otoño de Lola y
los días cada vez más cortos ya no alcanzaban para ventilar los amargos
sentimientos de la noche anterior. Al contrario, estos se fueron haciendo cada
vez más feos, más densos y más hediondos, al tiempo que el cuerpo de la
almohada se fue poniendo más chato, más duro y más oloroso.
Esto no hubiese sido un problema para otra clase de
almohadas sin embargo, para ella esto constituía una clara sentencia de muerte.
Su confección era vulgar, un tosco relleno de guata y el cartel del 50 % de
descuento habían servido para convencer a Lola de rescatarla del estante de la
blanquería y llevarla a su cuarto, que en aquel tiempo vibraba lleno de
esperanzas.
Pero las circunstancias eran otras, el panorama actual había
dado un vuelco rotundo y hasta la almohada había comenzado a lamentarlo.
- ¿Por qué no estaré rellena de plumas?, pensaba ella. - Seguro
hoy estaría echada sobre una cama mucho más cómoda que esta y no tendría que soportar
penas tan grandes como las de ahora. O quién sabe, quizás hasta podría remontar
vuelo y echar bien lejos las angustias de cualquier noche, por más dura que
sea.
Sin embargo esa noche Lola dio vueltas y más vueltas en la cama tratando
de refugiarse de un llanto agudo que convulsionaba su pecho y no logró
conciliar el sueño hasta que el primer tren de la mañana comenzó a rodar por
los andenes del norte.
Soñó con edificios bajos, con pasillos llenos de macetas enmohecidas
como de costumbre y luego sonó el despertador. Estiró la mano y tomó del piso
el mismo sweater que había usado el día anterior, dejó la cama y sin desayunar salió
de la casa en dirección al trabajo.
La habitación quedó vacía, ni el sol se atrevió a asomar por
su ventana. Hacía días que se escondía tras un piquete de nubes negras dejando
a la deriva a los corazones heridos. Los días se volvieron más grises y los
mates más amargos.
La tele del vecino se encargó de propagar el pronóstico del
tiempo por todo el edificio y según el locutor ese mismo día iba a ser el más frío del año.
Lola había desaparecido de la escena y no pasó mucho tiempo
antes de que la temperatura comenzara a descender entre las sábanas, dejando a
la deriva a la almohada que había quedado retorcida en un rincón completamente
empapada.
El frío comenzó a helar su cuerpo de manera tal que una lágrima,
la más pesada e inconsolable que el cuerpo de una almohada jamás haya soportado,
se cristalizó y se transformó en una pequeña estalactita que de manera irónica
tenía la forma de una daga hecha de hielo.
La almohada se estremeció íntegramente y sintió un dolor tan
intenso como insoportable. Entonces supo muy bien lo que debía hacer. Tomó
aquella formación cristalina con ambas manos y sin dudarlo la hundió con fuerza en su
pecho.
Al cabo de un minuto se sintió muy liviana y por fin creyó que ya no
era necesario volver a desear el destino de otras almohadas, porque ahora todo
su ser emprendía vuelo. Había logrado separarse de ese cuerpo andrajoso que aún permanecía
tendido en la cama y en busca de nuevos sueños se durmió para siempre.
Lola llegó a casa más cansada que de costumbre, hurgó un
rato en la alacena y luego de elegir unas galletitas se fue directo a la cama,
pero ni bien apoyó la cabeza en la almohada notó que algo no andaba bien. Así que la desfundó y allí fue que encontró el inmenso agujero por el cual se escapaba la guata amarillenta. Lanzó unas puteadas al aire y se levantó de la cama. Fue al living y tomó al azar uno de almohadones
que descansaban plácidamente en el sillón, no sin antes pasar por la cocina y
revolear la almohada agujereada con una puntería que jamás pensó tener, encestándola
con puntaje triple en el tacho de basura.
Se acostó nuevamente y pensó que el día siguiente tendría
que hacer una visita a la blanquería. O tal vez no, quizás por el momento
podría seguir usando el almohadón. Mas tarde lo decidiría.
Apagó a luz y al cabo de un instante se quedó profundamente dormida.